Bailan pintados de negro, mezclando la danza tradicional con máscaras de películas de terror norteamericanas. La danza de los Xinacates se niega a morir a pesar de los años y de la influencia de quienes regresan de Estados Unidos con una nueva visión, mostrando así el sincretismo cultural.

Miguel y Luis llegaron entre gritos y risas a la casa de su amigo. En plena calle comenzaron a pintar sus cuerpos con la ayuda de aceite de bebé y pigmentos dorados, los elegidos de este año. “Somos unos bebés, unos bebés famosos por hoy”, dice Miguel cuando un reportero les pregunta qué se están untando.

Uno a otro se ayudan a embadurnarse la mezcla en la espalda y en las zonas a las que no alcanzan. Miguel contesta el celular y, entre risas, le dice a otro danzante: “No me molestes, ¿no ves que estoy en mis minutos de fama? Ahorita estoy preparándome para danzar, estoy con unos reporteros. No le contesto a nacos”, una broma que provoca carcajadas entre los presentes.

Los Xinacates representan una danza ancestral que se baila en el municipio de San Nicolás de los Ranchos, muy cerca de las faldas del volcán Popocatépetl. Según los lugareños, su origen se remonta a la época prehispánica, cuando una fuerte sequía azotaba la región y, en respuesta, decidieron salir a danzar para pedirle al dios Tláloc que enviara lluvia y así no perder sus cosechas.

También se les conoce como los “pintados” o los “judíos”, pues con el tiempo la tradición ha incorporado elementos del catolicismo. Sin embargo, la migración ha dejado su huella en esta festividad: muchos jóvenes que viajan a Estados Unidos han sustituido la pintura facial por gafas oscuras, máscaras del Guasón, Donald Trump o personajes de terror como el payaso Eso o Terrifier.

Si su atuendo—o más bien la falta de él—ya es peculiar, sus gritos despiertan a cualquiera e invitan a la fiesta, al igual que los fuertes latigazos que resuenan en el aire. No es una hazaña sencilla, ya que se requiere gran fuerza para hacer sonar el largo mecate, confeccionado por ellos mismos con ixtle, una fibra extraída del maguey.

Para los Xinacates, esta es una fiesta, un carnaval que precede a la Semana Santa. La celebración comienza el penúltimo domingo de marzo y culmina tres días después con la reunión de decenas de personas, entre niños, adultos y, sobre todo, jóvenes que se resisten a dejar morir esta tradición. Y, dicho sea de paso, aseguran que les trae agua y bendiciones a la tierra.

Las mujeres, una presencia discreta

Una niña pintada de rosa fue el centro de atención este año. Con su globo de Hello Kitty en mano, caminaba en silencio junto al grupo, muy seria, mientras sorbía su jugo para no deshidratarse.

La hermana mayor de otro niño de ocho años, quien danzaba y posaba para las cámaras, asegura que sí hay mujeres que participan, aunque en una proporción mucho menor que los hombres. Algunas lo evitan por pena, otras porque no desean mostrar su cuerpo semidesnudo. Sin embargo, están presentes, acompañando a sus hijos, hermanos y esposos, y repartiéndoles su “cheve” para mitigar el calor.